El conciliador
Por Eduardo Martínez Benavente
Uno de los episodios que más admiro de la larga y ejemplar trayectoria de Nelson Mandela es el que se refiere a su habilidad y empeño por reconciliar a blancos y negros que salvó a su país de un baño de sangre que parecía inevitable. Su disposición a dialogar con el gobierno racista de Sudáfrica, estando aún en la cárcel y contraviniendo la línea de intransigencia política del movimiento que representaba como líder moral, permitió establecer las bases de convivencia y desmantelar al más odioso sistema de discriminación del siglo XX, el apartheid, que ya no soportaba la presión internacional para que corrigiera su rumbo. Habían creado un funcional sistema jurídico y social para separar blancos y negros. A los primeros se les otorgaban una serie de privilegios irritantes de los que no gozaban los negros, pues éstos no podían votar ni ser votados; no podían viajar libremente por el país; ganaban menos que un blanco por el mismo trabajo; vivían en zonas alejadas y sin servicios; no podían contraer matrimonio con los blancos y estudiaban en escuelas separadas; ni siquiera podían compartir baños públicos, playas, transporte y restaurantes, entre otras muchas limitaciones y abusos.
Sudáfrica, con todo y que se convirtió en una país democrático, gracias a Mandela y al ex presidente F.W. de Clerk, que tanto mérito tuvo en el éxito de estas negociaciones, está muy lejos de parecerse al paraíso terrenal. Las diferencias sociales y económicas entre blancos y negros siguen siendo abismales. Los índices de criminalidad y corrupción son alarmantes. Más de 50 mil homicidios en un año. Muchos más de los que ocurren en México con una población que no llega ni a la mitad de la nuestra.
No hubo caza de brujas ni justicia sumaria cuando Mandela llegó al poder. Las partes se comprometieron, más como una catarsis o desahogo a sus penas, que como una acción de justicia, a que se conociera la verdad sobre los crímenes del pasado en el que blancos y negros habían incurrido, mediante la creación de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, que les sirvió de banquillo para que confesaron sus delitos y se pidieron perdón. La aceptación a su obra no es generalizada. Tiene muchos detractores. Algunos negros lo acusan de haberse coludido con los blancos para que no les regresaran las tierras que les habían arrebatado desde la conquista colonial. Sólo el 10 por ciento les han sido devueltas a sus dueños originales. El 80 por ciento de las tierras cultivables siguen en manos de los blancos.
La sangrienta represión que sufrieron los movimientos de resistencia civil no violenta obligaron a Mandela a renunciar al pacifismo gandhiano que en un principio practicó y convencer al Congreso Nacional Africano a recurrir a la violencia, creando una organización clandestina dedicada al sabotaje, por lo que en 1964 fue condenado a la pena de cadena perpetua. Reconoció ante los tribunales que había planeado y organizado acciones de sabotaje contra el gobierno en el que hubo víctimas fatales. Su propósito era atacar objetivos militares, no a personas. Precisamente porque eran víctimas del salvajismo con el que reprimía el gobierno tomaron la decisión de coger las armas. La lucha armada les fue impuesta por la violencia con la que actuaba el régimen. No tenían otra salida. Po lo que muchos blancos lo siguen considerando como un terrorista que no merecía ser liberado. Cuando salió de prisión dejó tras de sí la amargura y el odio, pues de lo contrario no hubiera actuado con la serenidad y sabiduría que caracterizó a su mandato.
En su autobiografía que tituló «El Largo Camino Hacia la Libertad», y que corta en 1995, narra las complejas y delicadas negociaciones que condujeron tanto a su liberación, como al principio del fin del apartheid. A mediados de los 80, Mandela emprendió negociaciones secretas con el gobierno que urgentemente necesitaba de un interlocutor de su talla e inteligencia para destensar el boicot internacional que tanto daño les estaba haciendo. Ni a las olimpiadas los invitaban. A uno de sus biógrafos, Richard Stengel, le confesó que era absolutamente necesario que de vez en cuando el líder actuara en forma independiente, sin consultar a nadie, y sólo después expusiera su decisión a los otros miembros de la organización». Y le explicaba que: «Habrá situaciones en las cuales los pondré ante el hecho consumado, entonces la única interrogante que deberán plantear será la de saber si lo que hice fue útil o no al movimiento. Quiero decir que si hubiera discutido de las negociaciones con mis compañeros antes de hablar con el gobierno, todos hubieran rechazado mi idea y a la hora en que estamos hablando las pláticas aún no hubieran empezado».
La prisión de alta seguridad de Pollsmore a la que fue trasladado junto con otros dirigentes del movimiento opositor era un hotel de lujo comparado con la de la isla de Robben en la que permaneció los primeros 20 años de su largo cautiverio, pues se estaba convirtiendo en un mito para la lucha, y el gobierno deseaba arrebatarle algo de su trascendencia simbólica quitándolo de en medio. «Tras años de comer papilla tres veces al día, -reconocería más tarde el Premio Nobel de la Paz- la cenas de Pollsmore en las que nos servían carne y verdura eran un festín». Se les permitía leer y recibir visitas por lo que su nuevo encierro representó una ventana abierta al mundo. Las condiciones mínimas que estableció con de Clerk para que la comunidad internacional dejara de considerar a Sudáfrica como una nación racista y depusieran las armas fueron la de permitir que los negros pudieran vivir y desplazarse en cualquier parte del territorio, elecciones no raciales al Parlamento y acatamiento del principio «una persona un voto». Que finalmente logró.
Nelson Mandela representa para millones de personas de los cinco continentes el triunfo de la dignidad y esperanza sobre la desesperación y los odios; y del perdón sobre la venganza. Si existiera un santoral de políticos y estadistas seguramente que Mandela aparecería entre los santos más reconocidos e venerados.