¡Bienvenido a la antesala del infierno!
Por Eduardo Martínez Benavente
Es muy aventurado poder opinar sobre el éxito o fracaso de la visita papal a nuestro país cuando esta columna la estoy enviando para su publicación una hora antes de su arribo al aeropuerto de la Ciudad de México. Sin embargo, me atrevo a predecir que nada extraordinario va a ocurrir y que todo se va a desarrollar normalmente de acuerdo al programa establecido. Cuando mucho recibirá en audiencia privada, y fuera de la agenda, a los familiares de los 43 normalistas desaparecidos. Es un encuentro que no puede eludir pues sabe que este suceso ha calado profundamente en amplios sectores de la sociedad y ha acaparado la atención de todo el mundo. Sería un agravio no escucharlos y dirigir -por lo menos- una oración por sus hijos. No dudo que de la misma manera reciba a un grupo de víctimas de la pederastia clerical. Les pedirá perdón e insistirá en la vergüenza que provocan estas conductas para la Iglesia y su compromiso de cero tolerancia para los agresores sexuales y sus encubridores. Es imposible satisfacer todas las demandas de los católicos, desde los más conservadores a los que les gustaría que la misa se volviera a impartir en latín, hasta los más radicales que están a favor de la aprobación del aborto y del matrimonio entre personas del mismo sexo.
Sería muy decepcionante que sus mensajes no estuvieran acordes a las circunstancias que vive el país cuando está bien informado de lo que ocurre y sabe que se adentra a una tierra de volcanes en erupción. Francisco encontrará una nación convulsionada y dolida por la violencia, la pobreza y la corrupción. Aunque creo que la mayoría de los mexicanos quedará contento con su visita una vez que el jesuita se arrodille a los pies de la Virgen de Guadalupe en el Tepeyac y exprese su cariño por México. Pocos entenderán el contenido de sus impecables discursos y homilías. Sería un desperdicio si no aprovecha la oportunidad para improvisar o comentar sus intervenciones cuando comparte la misma lengua que el auditorio. Verlo pasar en el papamóvil será motivo de regocijo para millones de admiradores y curiosos que saldrán a su encuentro y más para aquellos que asistan a alguno de sus eventos y lo vean de cerca o hagan contacto con él. Su presencia es para muchos sobrecogedora y hasta motivo de llanto. Repruebo, creo que como muchos otros mexicanos, la apropiación y desmedida cobertura que ha hecho Televisa y otros medios de comunicación de la figura papal, como si se tratara de un bien de su propiedad o de un medio para distraer al pueblo de sus verdaderos problemas. Confío en que máxima autoridad de la Iglesia Católica no permitirá que Norberto Rivera y la pareja presidencial se exhiban junto a él más allá del tiempo indispensable. Son personajes incómodos para la mayoría de los mexicanos y Francisco conoce las acusaciones que pesan sobre el arzobispo primado de México por encubrimiento y por su comprometedora relación con la clase política y empresarial; así como de la investigación donde se documenta y expone con gran detalle, la fórmula con la que la cúpula eclesiástica, encabezada por el Cardenal, incurrió en múltiples irregularidades y alteraciones para anular el matrimonio de la actriz Angélica Rivera permitiéndole contraer matrimonio religioso con quien se perfilaba para ser presidente de la República, como parte de un espectáculo que tenía la finalidad de granjear las simpatías de los católicos mexicanos.
Nada de descortesías ni mensajes cifrados ofensivos. Nada parecido a aquel incidente en el que el sacerdote y revolucionario sandinista Ernesto Cardenal fue increpado severamente por Juan Pablo II durante su visita oficial a Managua en 1983, frente a las cámaras de televisión que transmitían el evento a todo el mundo. El partidario de «una revolución desprovista de venganza» y defensor de la Teología de la Liberación narra que el Papa se le acercó y no le permitió que le besara el anillo y blandiendo el dedo como si fuera un bastón le dijo en tono de reproche: «Usted debe regularizar su situación». Un año más tarde el Papa lo suspendía a divinis del ejercicio del sacerdocio por desempeñar al mismo tiempo el cargo de Ministro de Cultura de ese gobierno. Treinta años después, el Papa argentino desautorizaba el castigo y derogaba el decreto. Es comprensible la actitud del polaco por provenir de un país que había sufrido la opresión y cancelación de todas las libertades, primero con los nazis que invadieron su patria e inmediatamente después con los rusos que implantaron el comunismo. Nadie mejor que él sabía lo que era padecer regímenes totalitarios y bárbaros. Por eso su tenaz oposición a cualquier intento de darle cabida a movimientos de esa naturaleza.
La beatificación de monseñor Oscar Romero, acusado por la ultraderecha de agitador y subversivo, y quien fuera arzobispo de San Salvador, asesinado en 1980 en plena misa por un francotirador a sueldo y elevado a los altares el pasado 23 de mayo, es otro acto de justicia con el que el Papa Francisco reivindica a aquellos sectores progresistas de la Iglesia Católica que fueron satanizados y valora la opción preferencial y solidaria por los pobres como un instrumento al que tantos le dedicaron lo mejor de sus vidas. Este reconocimiento que tuvo un claro trasfondo político nos llenó de alegría y satisfacción a millones de creyentes y no creyentes -a los que hace 36 años nos conmocionó el magnicidio- porque consideramos que se trata de un revés que le dio a la derecha que tanto daño le ha hecho a la Institución. Después de varias décadas en las que las elites más conservadores se dieron a la tarea de excluir de la jerarquía eclesiástica a los sacerdotes identificados con esta corriente, renace la esperanza de que el grupo de luchadores sociales que sobrevive salgan del aislamiento al que han sido relegados y le den a la Iglesia una orientación de acuerdo al verdadero cristianismo. Su próxima visita a San Cristóbal de las Casas y su compromiso de rezar ante la tumba del obispo don Samuel Ruíz, defensor de los pueblos indígenas en Chiapas, confirma esta teoría porque repara de alguna manera las afrentas que sufrió el religioso por parte del alto clero mexicano, a quien se le impidió llevar adelante su labor pastoral indigenista desde su cultura.