250 años de la primera ley de libertad de información

Por Samuel Bonilla

El 2 de diciembre de 1766 se publicó en Suecia la primera ley de libertad de información en el mundo. Fue la Ley de Libertad de Prensa y Expresión y del Derecho a Acceso a Documentos Públicos. En diversos países se realizaron actos conmemorativos este año para celebrar el 250 aniversario de ese suceso, el cual ha sido un referente en muchas naciones al momento de promover la creación de sus leyes de transparencia y acceso a la información pública.

En la presentación del cuaderno “Leyes de Acceso a la Información en el Mundo”, de John Ackerman e Irma Sandoval, publicado en 2008, el entonces IFAI describe así aquel suceso: “En el lejanísimo año de 1776 (en realidad fue 1766), luego de un período convulso, un sacerdote sueco-finlandés que era diputado, economista, tabernero, hombre culto y viajero, Anders Chydenius, impulsó la primera ley de acceso a la información gubernamental de que el mundo tenga memoria: la ‘Ley para la Libertad de Prensa y del Derecho de Acceso a las Actas Públicas’”.

23 años después, los representantes del pueblo francés, constituidos en Asamblea Nacional, consideraban que “la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las desgracias públicas y de la corrupción de los Gobiernos”, y emitían la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que reconoció que “la sociedad tiene derecho a pedir cuentas a todo agente público por su administración”.

Dos siglos después del antecedente sueco, en 1966, los Estados Unidos de América aprueban su Freedom of Information Act. La cual fue mejorada en los años 70 mediante una reforma motivada en buena medida por el famoso caso Watergate, que mostró la necesidad de que el pueblo norteamericano contara con mejores recursos para informarse de los actos de su gobierno.

En el siglo XXI docenas de países han aprobado su marco legal en materia de transparencia y acceso a la información pública, hasta superar el centenar de naciones con este tipo de ley.

La más reciente edición del Global Right to Information Ranking, elaborada por Centre for Law and Democracy, que mide la calidad de las leyes de acceso a la información, registra un total de 111 países que cuentan con ese tipo de ley. México aparece en primer lugar con 136 puntos de 150 posibles; Suecia ocupa el lugar 45 con 92 puntos; Austria ocupa el último sitio con 32 puntos. Del segundo al décimo lugar aparecen Serbia (135 puntos), Eslovenia (129), India (128), Albania (127), Croacia (126), Liberia (124), El Salvador (122), Sierra Leona (122) y Sri Lanka (121).

En el caso mexicano, considerando las leyes estatales de la materia, en cada ocasión que una ley de transparencia es sustituida por una nueva no es infrecuente que aumente de manera significativa su articulado, en varios casos por arriba del doble. Y también aumenta su nivel de exigencia para los entes obligados a cumplirla, así como la severidad de las sanciones por su incumplimiento.

Ese desarrollo normativo muestra la evolución legislativa en la materia, pero también el tamaño de las resistencias y evasivas por cumplir con las disposiciones en este campo.

Aunque son distintas las motivaciones que han tenido en cada país para crear su ley de acceso a la información, el denominador común es el combate a la corrupción y la rendición de cuentas gubernamental.

Robert Freeman, Director Ejecutivo del Comité de Gobierno Abierto del Estado de Nueva York, refiere, por ejemplo, que en Perú y China las leyes de la materia fueron impulsadas por razones económicas, con énfasis en el país asiático en la promoción de la rendición de cuentas y el combate a la corrupción. Mientras que, en Jamaica, el propósito que impulsó su ley fue la búsqueda de oportunidades equitativas de desarrollo para sus habitantes. El mismo derecho, otro enfoque.

En artículos anteriores hemos explicado por qué el derecho de acceso a la información pública (DAIP) puede ser considerado una herramienta jurídica multifuncional, muchísimo más versátil que esos nuevos aparatos que cada año llegan a la oficina para realizar con ellos múltiples tareas.

Pero así como hay oficinas en que esos aparatos son subutilizados por falta de conocimiento de sus alcances o por carencia de pericia, algo parecido ocurre con el DAIP. Este derecho nos está siendo “vendido” para combatir la corrupción, contribuir a la rendición de cuentas y saber en qué gasta el gobierno nuestros impuestos. Y eso equivaldría a usar en la oficina ese multifuncional sólo para imprimir documentos con diversas presentaciones.

En 2009, la entonces comisionada del IFAI, María Elena Pérez-Jaén, advirtió, acerca de la responsabilidad de los órganos garantes en la socialización del DAIP, que “si la población no conoce este derecho, cómo ejercerlo y para qué le sirve, nuestra labor está en entredicho”.

En efecto, es prioritario no sólo hacer del conocimiento de la población la existencia y características del DAIP o cómo ejercerlo, sino también mostrarle la infinidad de aplicaciones que puede tener en distintos contextos sociales, además de auxiliarle para “transformar” información pública en la satisfacción de necesidades comunitarias, familiares o personales. Ése es el reto pendiente en la socialización de este derecho.

Mientras sólo un puñado de miles personas privilegiadas en el país pueda usar y aprovechar el DAIP, este derecho humano seguirá siendo un factor de desigualdad. Terrible paradoja.

La socialización del DAIP no sólo demanda programas diferenciados de promoción, investigación, comunicación, formación y desarrollo de capacidades, sino también estrategias que hagan accesible a toda persona tanto su uso como −y aquí debe estar el foco de un plan nacional de socialización− su aprovechamiento.

De lo contrario, tener la mejor ley del mundo en acceso a la información pública será una dolorosa ironía para millones de personas marginadas de los beneficios que este derecho les podría aportar.

 

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